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Al igual que sucede con el federalismo, existen unos mantras en el debate público español que son lanzados coritos y sin el menor bagaje reflexivo. Y lo malo es que son conceptos y debates que determinan mucho, a la postre, la vida democrática y la prosperidad de los ciudadanos. Hoy nos gustaría aclarar un poco el recurrente tema de la descentralización, porque creemos que cuando nos tomemos en serio, éticamente, la reforma de nuestra Constitución, habrá que abordar muy en serio, y con profundidad académica, el tema de la «recentralización».

Primero, casi da vergüenza recordar que la descentralización es un instrumento, un sistema organizativo; no es una ideología ni un sistema político. Distintos niveles de centralismo conviven en el mismo sistema político, a través de la Historia o de la Geografía. Nuestro sistema, irrenunciable, es la democracia. Solo en sistemas totalitarios, dictatoriales o imperialistas se puede usar el nivel de centralización al servicio del poder de una oligarquía. A nosotros nos interesa la descentralización en sistemas democráticos libres. En ese contexto, el tipo y nivel de centralismo es y debe ser un mero instrumento para optimizar la prosperidad, la igualdad y la cohesión en el conjunto de los ciudadanos que forman la Nación democrática, y no otra cosa.

Eso nos obliga a recordar también que la descentralización no es un todo absoluto ni un concepto petrificado. Primero porque existen muchos tipos, y porque el término abarca muchas facetas, la económica, la social, la de seguridad, la orográfica, las infraestructuras secularmente heredadas, la demográfica, etc. En segundo lugar porque la descentralización es un hecho dinámico que se adapta, si se hace bien y con honradez, a los avances tecnológicos (sobre todo en transporte y comunicación), a la evolución del tejido productivo, a los resultados comprobados del nivel de centralización reciente, a la evolución de la educación, y más, etc. Concretamente, en democracia, de lo que se trata es de hallar permanentemente los niveles óptimos de descentralización, sus facetas y características óptimas para mejor servir el bien común de los ciudadanos democráticos. Es básicamente un ejercicio técnico y administrativo. Es lo que justifica, por ejemplo, los recientes cambios en el diseño o en la Administración territorial de Alemania o de Francia.

Lo escrito hasta aquí, ya debería eyectar al baúl de las estupideces de vuelo raso esa sentencia condenatoria, que se oye a veces, de que «Ud. lo que quiere es recentralizar». Como si hubiera nombrado la bicha.

Observemos el nivel del debate tomando, por ejemplo, el discurso de nuestro exembajador en Washington, don Pedro Morenés, como respuesta a la provocación orquestada por Torra en una ceremonia hispanoamericana. Nuestro embajador se deshizo en elogios hacia los niveles de supuesta «descentralización» alcanzados en España y aportando datos de rankings y valoraciones de institutos internacionales que venían a probar que España es una Nación de las más descentralizadas del planeta. Lo hemos oído otras veces, siempre como argumento defensivo, casi amedrentado, frente a ataques panfletarios sin contenido.

Y sin embargo, la inmediata pregunta que debe surgir para el ciudadano consciente y para el político ético debe ser: ¿Y eso es bueno? Porque también ocupamos puestos extremos en el ranking de parados de toda índole, o en la parte baja de los informes Pisa, o en la velocidad de crecimiento de nuestra deuda pública, o en la dificultad de «gobernanza», o en crecimiento de desigualdades… ¿Están relacionados con el ranking de descentralización? ¿Serían más prósperos, menos desiguales, más universales, más cultos, los ciudadanos españoles con otro nivel u otro tipo de descentralización? Esa es la verdadera, la ineludible cuestión.

Por cierto una cuestión clave a la que debería contestar la Comisión Parlamentaria creada para la evaluación del Estado autonómico, que, por lo que intuimos, no parece ir en ese sentido, sino en el de reforzar el discurso apriorístico de que como lo que se ha hecho es bueno, hay que reforzarlo. ¿Y si los datos prueban que no es tan bueno? Porque la realidad se puede ignorar… solo durante un tiempo. En ese tiempo la realidad se enfada mucho y te estalla en toda la faz.

Creemos en las bondades técnicas de la descentralización… óptima. La que plantea desde el raciocinio y el conocimiento la división territorial más adecuada y el reparto de competencias coordinadas más eficiente para el bien común. Pero… ¿Se ha hecho esto para la ciudadanía española? ¿Hemos descentralizado inteligentemente con las lindes administrativas interiores racionales? ¿O hemos potenciado el peor centralismo, multiplicando centros de poder férreo enfrentados entre sí? ¿No habremos practicado, más bien, la multicentralización destructiva?

Plantearse con rigor y honestidad intelectual todas esas preguntas, y alguna más, no es ser recentralizador apestado, es ser un ciudadano o un político honesto preocupado por la libertad, igualdad y solidaridad de las futuras generaciones de españoles.

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