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Hace dos meses, diversos cargos públicos nacionalistas catalanes manifestaron su decisión de ir a trabajar el Día de la Hispanidad. Hace unos pocos días, representantes de lo que, en grosera manipulación metafórica del lenguaje político, se empeñan en llamar fuerzas emergentes, han afirmado que irían a trabajar el día 6 de diciembre, porque nada hay que celebrar en esta fecha. No debería sorprendernos que quienes han hecho de la hipertrofia simbólica y la provocación sus formas habituales de confundir representación y algarabía presten tan denodada atención a los rituales cívicos en los que las sociedades democráticas buscan los elementos de su reconocimiento cohesionador y su imagen de comunidad. No hay país que no celebre su propia conciencia de vivir como tradición y proyecto, que no festeje su existencia histórica y  su permanente voluntad de mantener un pulso con la adversidad, unidos todos sus componentes por los vínculos de la patria. Walter Benjamin distinguía entre el tiempo vacío e inerte, y el verdadero tiempo de los hombres. El tiempo en el que se veneran actos fundamentales, el tiempo en que se rememoran los hechos decisivos, el tiempo que nos emociona al evocar, en una fecha que destaca entre todas, los motivos que construyeron nuestra cultura.

En la intemperie de peligros que amenazaron  España, nuestra nación respondió   al desafío de la historia con su determinación de seguir viviendo. La herencia que  hemos recibido de los  siglos no es ni privilegio ni mitología conformista. No es un capricho administrativo revisable  la decisión de conservar vivo ese patrimonio, sino   nuestro derecho a sentirnos inmersos en el fecundo aliento con que el espíritu de una colectividad cobró forma y carácter a lo largo del tiempo. Bien lo saben los separatistas, hábiles fabricantes de espacios atestados de emociones insatisfechas, de místicas arcaicas y de efluvios telúricos, con los que tantas personas intentan trenzar las razones de pertenencia a un proyecto común. Bien lo saben aquellos salteadores ideológicos del separatismo que aprovechan la flaqueza de la conciencia nacional española para expandir su identidad  frenética en esta edad de fracturas sociales y desbarajuste.

Con singular carencia de conocimiento histórico, se aireó que el Día de la Hispanidad era un insulto a nuestros hermanos de América, como si celebrásemos el salvaje aplastamiento de su dignidad y el desprecio permanente a lo que cientos de millones de personas consideran propio y compartible. Llegó a hablarse de la pretensión de los españoles de festejar un genocidio, convirtiéndonos en seres de impúdica crueldad y viciosa conciencia colectiva capaces de conmemorar el exterminio de pueblos y culturas. Con el fervoroso anacronismo al que los separatistas nos tienen acostumbrados, con ese  mismo déficit de sentido histórico que les permite afirmar categóricamente que  en sus territorios desde tiempos remotos existían ya instituciones democráticas nacidas de la soberanía nacional, la gran empresa hispánica se enjuicia  aplicando los criterios de ciudadanía de la época contemporánea. Y olvidando, o no habiendo aprendido nunca, que los españoles establecieron en su singular entrada en el mundo moderno un respeto por  la dignidad de la persona, las limitaciones del poder real y el servicio a la unidad moral del género humano, argumentados en reflexiones teológicas reformadoras, ensayos de vanguardia humanista y estudios pioneros sobre el derecho de gentes que aún causan la sorpresa y la pasión en los medios académicos de todo el mundo.

También olvidan estos falsos tribunos de la plebe, con  no poca ignorancia  y sin ápice de vergüenza, que los intelectuales españoles que mejor sirvieron a la democracia desde comienzos del siglo XX, incluyendo a los grandes pensadores de la II República, enarbolaron ese día de la Hispanidad como fecha indispensable de hermandad entre los pueblos y como el orgullo sin jactancia de una empresa nacional reivindicada hasta en los años terribles de nuestra guerra civil. ¿O es que piensan esos insolventes que el concepto de España y de la Hispanidad solamente trepó por los muros cerrados del  pensamiento reaccionario, tapizando con su espesor las paredes ideológicas del oscurantismo y  la intolerancia? ¿Es que no se han enterado de que ese concepto se utilizó precisamente para proteger una identidad cultural amenazada por las grandes potencias militares y económicas del pasado siglo, y que fue empuñado por poetas, narradores, ideólogos y políticos que defendieron la inmensa red de la Hispanidad para establecer un espacio común en el que tantos pueblos lucharon por su independencia?

Con la misma estúpida arrogancia, algunos de estos charlatanes recién llegados   pretenden representar a alguien en España diciendo que el día 6 de diciembre nada hay que celebrar. Lo sueltan, además, sin respeto alguno hacia quienes casi cuarenta años  atrás fueron a votar masivamente en favor de nuestra vigente Constitución. Su complejo de superioridad, su vulgar elitismo de cargos públicos acabados de estrenar, les lleva a burlarse de esa inmensa mayoría de españoles que expresaron libremente su acuerdo con un texto en el que tantas esperanzas se albergaban. No solo eso. En aquel compromiso de todos desembocaba un largo combate por la libertad, emprendido y desarrollado por valerosos luchadores contra la dictadura, a los que  se sumaron quienes habían entendido que el régimen existente desde el fin de la guerra civil era ya una excepción sin sentido, un estado de inútil desconfianza en la voluntad del pueblo, que debía clausurarse sin violencia ni actitudes numantinas.

No es preciso escoger entre la posición de quienes llegaron al acuerdo desde el régimen o de quienes lo hicieron desde la oposición. Porque lo que por primera vez importaba en la historia de España era el punto de encuentro, no el de salida. Y lo que celebramos el día 6 de diciembre es muy digno de conmemorarse, porque en 1978 el pueblo español  mostró al mundo entero  su capacidad de superar las horas más amargas del siglo XX, su aparente insolvencia para gobernarse, su  afición  al combate fratricida, su fama de intolerancia e iniquidad. Es una fecha en la que los españoles no nos limitamos a no ir a trabajar. Es el día en que recordamos cuánto costó todo, cuánta ilusión colectiva recuperamos entonces, cuánta conciencia nacional pudimos expresar, qué enorme sentimiento de pertenencia a una patria común y a una democracia en marcha experimentamos.

Cada año, como lo hacen los pueblos dignos de sí mismos, deseamos inclinar la cabeza respetuosamente en recuerdo de quienes ya no están entre nosotros y contribuyeron a aquella inmensa victoria colectiva. En homenaje a su decencia inmensa, a su patriotismo afanoso, a su dignidad abnegada, a su voluntad de servicio, a su amor a España. Lo hacen todos los países que pulsan sin melancolía, con entusiasmo, una tradición que los identifica. Lo hacen todas las naciones para las que conmemorar es una inteligente y enérgica manera de respetarse a sí mismas. Y si es difícil soñar, después de tantas ilusiones vencidas, la fiesta nacional del 6 de diciembre deberá consolidar la esperanza  de 1978 de una España crecida para la luz y el acuerdo… no para la sombra y el odio, no para la ira.

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