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EL 8 de julio de 1988, Julián Marías publicaba una Tercera en ABC titulada El pesimismo de los políticos. Recomiendo su lectura completa, accesible a través de la fantástica hemeroteca que tiene ABC. En este artículo, el filósofo hace una radiografía de la política española y del ánimo que ésta genera en los españoles, y censura el pesimismo de unos dirigentes que ven a los españoles como manipulables, mediocres y carentes de ambición. Marías reprueba a los políticos por haber interiorizado uno de los modos de ser que suele atribuirse a los españoles y que tan bien refleja uno de los versos más populares del poeta catalán Joaquín Bartrina: «Y si habla mal de España, es español».

¿Qué pasaba en aquellos años para que Marías afirmara que «la política dominante no despierta la menor ilusión entre los españoles», «no promete nada atractivo para el futuro» y «no lleva a la desesperación, sino a algo quizá más triste: la desesperanza»? Por esa época, las políticas de los gobiernos de Felipe González empiezan a menoscabar la enorme confianza que los españoles habían depositado en el PSOE: los grupos de la oposición hablan de buscar salidas a la situación que vivía un Parlamento que «no funciona con celeridad y no sintoniza con los problemas de la calle», la tasa de paro roza el 20%, el Gobierno anuncia negociaciones con ETA en Argelia y el juez Garzón solicita datos al Ministerio del Interior sobre los fondos reservados.
Pero el malestar de los españoles no se explicaba sólo por la acción de los gobiernos socialistas, sino también por la incapacidad de la oposición para ofrecer una alternativa política creíble. En las elecciones de 1986 –en las que el PSOE había perdido 18 escaños–, la Coalición Popular (AP, PDP y Partido Liberal) empeoró sus resultados, siendo el CDS de Adolfo Suárez el único beneficiado por la contienda electoral al cosechar 19 escaños (17 más que en 1982). En 1987 los parlamentarios del Partido Liberal abandonaron el Grupo Popular en el Congreso y pasaron al Grupo Mixto. Y en febrero de ese mismo año, Hernández Mancha era elegido presidente de Alianza Popular, presentando un mes después su fallida moción de censura contra el Gobierno socialista.

La política española se encontraba en una fase de estancamiento, con un partido de gobierno en decadencia y una oposición sin un proyecto nacional ganador, más centrada en disputarse la hegemonía del espacio político de centro-derecha que en ofrecer una alternativa creíble a los españoles.

Resulta difícil no encontrar similitudes entre la política española de aquellos años (1987-1989) y la política actual. Ahora como entonces, la desconfianza en el sistema político, fruto de la corrupción y la crisis de los grandes partidos, ha derivado en una frustración en la que conviven la desesperanza y la convicción de que «así no se puede seguir», en palabras del propio Julián Marías.

Pese a todo, no por mirar de frente a los problemas debemos pensar que son inabordables. A la tentación de la desesperanza hay que responder con perspectiva histórica, conscientes de las grandes cosas que somos capaces de hacer los españoles cuando estamos unidos. Al estancamiento político fruto del inmovilismo y de su reverso, el populismo, hay que responder con trabajo y una meta: escuchar a los ciudadanos y ofrecer un proyecto común ilusionante.

Es hora de recuperar la voluntad de llevar a cabo grandes reformas y de hacerlas realidad a través de pactos de Estado. De entre todas las reformas pendientes, urgen dos: la de la Justicia, con el fin de despolitizarla, reforzando el Estado de Derecho y el imperio de la Ley; y la del sistema electoral, para fortalecer el sistema representativo y acabar con la arbitrariedad de los dirigentes de los partidos a la hora de elaborar las listas electorales. Ambas reformas son trascendentales para erradicar la corrupción en sus diferentes manifestaciones, desde el pago en efectivo al de favores, desde el nepotismo al predominio de los intereses particulares sobre los generales.

Resulta imprescindible asegurar el ejercicio de la responsabilidad de los representantes políticos ante los ciudadanos, así como de la libertad frente al partido y del servicio al elector. La famosa política de cercanía o de «calle», tan de moda en esos argumentarios de los partidos que no son sino un ejemplo de la anomia imperante, debe trascender el tuit o la infografía simpática y trabajar por una reforma electoral que ponga el énfasis en la relación elector/elegido y no en la relación partido/cargo, limite el excesivo presidencialismo que anida en las organizaciones políticas, refuerce su sistema interno de controles y contrapesos, e introduzca competitividad en la selección de líderes.

Acometer estas reformas de la Justicia y del régimen electoral supone realzar valores fundamentales de nuestro sistema político como la libertad, la igualdad y la responsabilidad, y no considerar al ciudadano como parte de una masa, sino como a un individuo libre y racional. Pero para que triunfen las mejores ideas necesitamos más política de contenido y menos política de cara a la galería.

En las últimas décadas, los españoles hemos superado numerosas crisis y amenazas. Hemos sido capaces de llevar a cabo una ejemplar transición a la democracia, de reintegrar a España en el contexto europeo y atlántico, o de formar parte por derecho propio del grupo de países fundadores del euro.

Ahora atravesamos otra crisis que es a un tiempo económica, política y de valores. Es responsabilidad de todos que volquemos nuestros esfuerzos en impulsar unas reformas institucionales y un rearme moral de la política que le devuelvan el prestigio perdido. No encontraremos soluciones a nuestros problemas ni en la demagogia populista ni en las apelaciones al miedo. Sólo mediante la exigencia y la ejemplaridad lograremos atraer a los más capaces a trabajar por el bien común y mejorar la calidad de nuestros cargos públicos. Porque, como escribía el profesor Julián Marías en su tribuna, «España no es mediocre». Frente al pesimismo y la desesperanza, demostremos que España y los españoles somos sobresalientes.

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