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Fundación Villacisneros

4 abril 2014

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El terminal Bolinaga exhibe una arrogante mala salud de hierro. Lo humillante no es que siga vivo, sino que siga libre.

El terminal Bolinaga exhibe una arrogante mala salud de hierro. Lo humillante no es que siga vivo, sino que siga libre.

Cada día de vida del ciudadano Josu Uribetxeberria Bolinaga constituye para el ministro del Interior un silencioso calvario. No porque don Jorge Fernández, hombre cristiano y cumplidor de la ley, quisiera matarlo, faltaría más, sino porque su empeño –el de Bolinaga– en vivir representa el más lacerante de los fracasos de la política penitenciaria del Ministerio, que hace año y medio largo excarceló al cruel secuestrador de Ortega Lara en el convencimiento de que estaba en fase terminal, técnicamente muerto.

Sin embargo continúa vivo y bien vivo, convertido en un anciano de aspecto apacible y jovial, resistiéndose al imperativo legal de morir que le vaticinaban los informes forenses –menos uno que nadie quiso escuchar– y ridiculizando con su saludable y contumaz supervivencia las supuestas razones humanitarias de su liberación; ya lleva en la calle, sin contrición ni arrepentimiento, más tiempo del que mantuvo a su más célebre víctima en el siniestro zulo. Esa prematura libertad regalada clava a la sociedad española el doloroso aguijón moral de una clamorosa tomadura de pelo cuya responsabilidad última no es del etarra sino del Gobierno.

El caso Bolinaga es el origen de la suspicacia que ha debilitado la cohesión de las víctimas y sembrado en ellas la duda y el desamparo. La liberación del terrorista enfermo, una cuestión simbólica para ETA, fue como mínimo un grave error de bisoñez de un ministro que, horrorizado ante la posibilidad de que su muerte en la cárcel envenenase la atmósfera política vasca tras el cese de la violencia, se dejó envolver por una mezcla de ingenuidad, torpeza y miedo.

Fernández y el juez de Vigilancia Penitenciaria cedieron a un reglamentismo benévolo en la confianza de que el preso moriría de inmediato y sancionaría con su desaparición la bondad de una medida compasiva propia de la superioridad ética del Estado de Derecho; no contaban con que el aparente moribundo, que parece cualquier cosa menos un hombre que agoniza, iba a incumplir su parte del trato. Lejos de palmarla como mandaba su obligación, Boli ha exhibido en los bares de Mondragón una arrogante mala salud de hierro que convierte a la justicia y al poder en cómplices pasivos de un escarnio.

Así las cosas, el colectivo de víctimas –de nuevo ellas, vestales de la dignidad– ha encontrado un resquicio legal para cuestionar esta impunidad estrafalaria: un asesinato sin resolver en el que el carcelero etarra puede estar implicado. Y aunque se haya vuelto a beneficiar de irritante trato de favor con un deferente interrogatorio por videoconferencia y una timorata providencia cautelar de arresto domiciliario, el magistrado Moreno se ha mostrado consciente de la necesidad de atenuar el ultraje. Lo suyo, lo que reclama el elemental sentido de la justicia, hubiera sido devolverlo a la prisión de la que no debió salir, pero al menos ha quedado clara la naturaleza del agravio. La que nunca entendió el ministro Fernández: que lo humillante no es que Bolinaga siga vivo, sino que siga libre.

 

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