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Uno va teniendo poco a poco la sensación de molestar cada vez que vuelve a tocar la cuestión de la memoria relativa a la historia de terror de ETA. Parece que la actitud de la mayoría de la población se encierra en las expresiones «ya está», «ya se ha acabado», «qué paz, no tener que volver al tema». Algo de esto parecen expresar las palabras del alcalde de Bilbao en una recepción en la Semana Grande. Decía que en la situación actual hemos dejado atrás el dolor del terrorismo y la violencia (EL CORREO, 24/08/18). Algo parecido resuena en las palabras que recoge en titular el mismo diario en su edición del 02/09/18: «Sin el terrorismo se ha abierto una Euskadi luminosa; antes era imposible que vinieran a rodar aquí» (Joseba Fiestras, director del FesTval).

Es comprensible que Aburto quiera tener unas fiestas sin preocupaciones de ninguna clase. Debe haber tiempo para todo, aunque uno tenga la sensación que el único tiempo que conoce Bilbao es el de la fiesta y los festivales. Es comprensible que a muchos el final del terrorismo les parezca simplemente luminoso. Sin embargo, y como en las sociedades plurales tiene que haber de todo, a algunos les toca cumplir con el papel de aguafiestas.

No se trata de recordar algo que mejor está recluido en el olvido. No se trata de exagerar males que existen también en el paraíso vasco. No se trata de andar buscando razones para fastidiar la fiesta, para oscurecer la luminosidad que implica el fin del terrorismo. Se trata de no obviar algunas preguntas, de no pasar de puntillas ante cuestiones candentes en las que nos jugamos el futuro, de no cerrar los ojos ante las consecuencias que cincuenta y pico años de terror han dejado en la sociedad vasca, y que perduran más allá de que haya desaparecido el causante de esa historia de terror. Una historia que además no ha desaparecido, sino que ha transmutado en Bildu-Sortu, como ellos mismos lo afirman, para perseguir el mismo proyecto por otros medios. Por lo que la desaparición misma del actor del terror debe ser puesto ya, para empezar, en sordina.

Dejar atrás algo puede significar muchas cosas. Olvidarlo por completo, cuando se trata por ejemplo de un accidente al que se ha sobrevivido, o a una experiencia amarga de la vida. Puede significar también ocultarlo, porque su recuerdo produce dolor o empuja a revivir momentos infelices. Puede significar también rebajar el significado de lo que se ha vivido para así poderlo manejar mejor, quitarle transcendencia para no verse obligado a plantearse preguntas lacerantes, o mezclarlo con otras experiencias que, aunque de muy distinto significado, sirven para rebajar la gravedad de lo vivido.

Para poder realmente dejar atrás una experiencia como el terror de ETA que ha durado más de cincuenta años es preciso darle su valor en primer lugar. No valen rebajas del estilo: también en otros lugares pasaron cosas parecidas (argumento que sirve aún menos cuando tanto se ha querido subrayar la especificidad del fenómeno ETA frente a otros terrorismos). Tampoco es de recibo mezclarlo con otras violencias que se han dado en algunos momentos en los que actuaba ETA: el de este grupo era el único terror basado en la materialización de un proyecto político.

Para poder dejar atrás sin negación ni ocultación enfermiza lo ocurrido es preciso, además, comprender en su profundidad el significado de lo que ha ocurrido: ETA ha matado en el intento de conseguir para la sociedad vasca la realización de un proyecto político independentista radical vestido de socialismo. No ha matado por avaricia. No ha matado por celos. No ha matado por venganza. No ha matado por barbarie. Ha matado por motivación política.

Esto obliga a preguntarse: ¿dónde estuve yo cuando todo esto sucedía?, ¿qué hice yo en esos momentos que duraron demasiados años?, ¿cómo respondí yo ante esos asesinatos políticos? Para dejar atrás el dolor del terrorismo es preciso mirarse al espejo, no vale entender el dejar atrás como continuación del no querer ver, no querer mirar, no dejarse interpelar, del ocultar a las víctimas, del no dejarse fastidiar ni la cena de los viernes ni las fiestas ni lo bien que se vivía en Euskadi mientras ETA mataba. Mirarse en el espejo es condición necesaria para dejar atrás de forma productiva, decente y humana una historia como la del terror de ETA. No estoy muy seguro de que lo hayamos hecho.

Y porque estamos dejando atrás la historia de terror de ETA de mala manera, de la peor manera que se pueda hacer, devaluándolo, rebajando su signficado, no queriendo ver la gravedad de lo que implica matar por razones políticas, no habiendo sabido mirar a las víctimas a los ojos y comprender su dolor y su exigencia de dignidad, justicia, memoria y verdad, el futuro de la sociedad vasca podrá ser de bienestar, de fiesta, de autoalabanza, de permanente celebración de nuestra diferencia suprema en todo, pero no será un futuro que haya sabido asentarse en un tratamiento debido y adecuado a la magnitud de lo que hemos sufrido, los que lo hayan sufrido.

Si realmente se hubiera tenido en cuenta lo que dice la Ley vasca de Víctimas del Terrorismo aprobada en el Parlamento vasco, y que habla con toda claridad del significado político de las víctimas, significado político directamente derivado de la motivación política de los asesinatos, no se hubiera podido llegar a firmar el acuerdo al que han llegado el PNV y Bildu para la reforma del Estatuto. Un acuerdo que supone una reforma de la Constitución y que implica acercarse lo máximo posible a la razón que constituyó en primer lugar a las víctimas exigiendo su asesinato.

Estamos lejos de dejar atrás como es debido el dolor del terrorismo. Parece que como dijo alguien mientras ETA aún mataba que se debía hacer política como si ésta no existiera, ahora queremos seguir haciendo política como si ETA no hubiera existido. Y mucho me temo que sea a eso a lo que algunos llaman dejar atrás el dolor del terrorismo, que es volver a no verlo, volver a ocultarlo, volver a comprenderlo y aceptarlo como resultado del ‘conflicto’.

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